No solo el coronavirus es nuestro enemigo. El aislamiento, es la principal defensa contra esta enfermedad y la soledad que conlleva también puede matar. A veces, las mismas víctimas que deja el COVID-19 son las más propensas a sentirse olvidados: los más frágiles, los enfermos y las personas mayores.
Este fue el conmovedor caso de Giovanni Battista Calvi, un anciano de 106 años que murió “de tristeza”, el último fin de semana, al no poder reencontrarse con su familia debido coronavirus.
Todo indica que el hombre se convenció que sus familiares ya habían muerto durante la emergencia del COVID-19 y que nadie que le quería contarle la verdad, según comentaron los trabajadores del centro a un diario. El adulto mayor no entendió que la prohibición de las visitas son medidas de importancia para protegerlos de este enemigo invisible.
“Ustedes son como yo, cuando me enviaron a la guerra con un rifle oxidado. Me daba vuelta y veía muchos muertos, como ahora en la televisión. Díganme la verdad, los míos han muertos todos. No me alimento porque quiero irme con ellos”, le dijo a su médico, Giovanni Calosso, y a los trabajadores del hogar.
Giovanni Battista Calvi, fue un héroe de la Segunda Guerra Mundial, era conocido en el área de Piamonte. Era uno de los centenarios más viejos de la provincia d Asti y uno de los últimos testigos de los eventos que marcaron el siglo pasado. Su historia se cuenta en un libro llamado Una pagliuzza d´oro che ha scritto la Storia (Una astilla de oro que escribió la historia): fue soldado durante 10 años y, al acabar la guerra, pasó dos años más en un campo de prisioneros. Retornó a su hogar tras caminar los más de 1000 kilómetros que separan Berlín de su Mombaruzzo natal. Por sus méritos, el 2 de junio de 2105, el prefecto de Asti le entregó la medalla de honor.
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En la última parte de su vida, Giovanni Battista se convirtió en uno de los residentes más activos de la residencia para mayores Opera Pia Ferraro de Incisa Scapaccino: animaba a sus compañeros de levantarse de la cama y hacer actividades físicas, además de estar arreglados para la hora del almuerzo. Este invierno, antes que empezará el infierno desatado por el coronavirus, había entrenado a un cachorro para buscar trufas, actividad que fue un hobby toda su vida.
A pesar de su avanzada edad era un hombre lucido, veía televisión, leía el periódico y entendía la ardua tarea de los trabajadores sanitarios lo suficiente para compararla con su experiencia de soldado al que enviaron con un rifle oxidado.
Sin embargo, en los últimos días se le veía más apagado e inquieto. Sufría al no poder abrazar a su hijo y demás familiares. Estaba convencido de que todos estaban muertos y que las videollamadas con las cuales ellos trataban de tranquilizarlo no era otra cosa que un invento para engañarlo.
Recién el pasado 7 de abril se logró tranquilizar un poco, luego que pudo ver a la distancia a su hijo, el cual intentaba explicarle que todos estaban bien y se dieron un abrazo a la distancia. Pero la tristeza pudo más.