Mi aventura con la cerveza comenzó cuando mi papá empezó a producirla hace 15 años. Antes de fundar la fábrica, él era distribuidor de una gran corporación de cerveza. Mientras trabajaba allí, le surgió una inquietud: por qué no hacer nuestra propia cerveza como lo hacen los pisqueros. Entonces preparó un viaje con mi mamá a Brasil y Chile para conocer cómo se manejaba la producción artesanal por allá y, con ello, darle forma a una idea de negocio en nuestro país. Fue así que se le ocurrió fusionar dos estilos: el cervecero y el cebichero, surgiendo el concepto de Cebichela.
En esos años, cuando mi papá montó la fábrica, no lo veía mucho. La única forma de estar con él era yendo a la planta y ayudándolo en la producción. Fue así como me familiaricé con este maravilloso mundo. De hecho, él me enseñó a diferenciar los tipos de cerveza mediante el aroma (proceso llamado “análisis sensorial”). Y si bien estudié Marketing, terminé abocándome a la cervecería, primero de forma autodidacta y luego de manera formal, hasta que me certifiqué como jueza de cervezas.
Dado que trabajaba con mi familia, nunca me sentí incómoda en este mundo tradicionalmente dominado por hombres. En alguna ocasión, en las competencias, por ejemplo, los cerveceros se dirigían a mis acompañantes y no a mí, y teníamos que aclarar que yo era la jueza cervecera. Pero se trata de hechos anecdóticos y aislados.
Podría decir que en la industria de la cervecería artesanal todos necesariamente colaboramos y somos solidarios, sin mayores distinciones. ¿Por qué? Porque somos pequeñas empresas que al estar unidas podemos obtener ventajas para importar nuestros lúpulos, levaduras, maltas, insumos diversos y equipos para poder desarrollarnos.
Afortunadamente, vivimos una época en la que ese discurso que equiparaba a una mujer con una botella de cerveza y otros estereotipos van quedando atrás, y hoy somos cada vez más mujeres las que ocupamos cargos de liderazgo en la industria cervecera y somos reconocidas por ello.